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¿Por qué las Personas Creen en Ovnis? Aquí la Explicación

¿Cómo surgió la creencia popular en los extraterrestres? Respondemos esta y otras preguntas sobre los ovnis a continuación…

Ovni, acrónimo de «objeto volador no identificado», no es sinónimo de «extraterrestre», pero sí de «misterio». En los últimos años el interés público por el fenómeno ha crecido de forma desmesurada, principalmente por los informes publicados por el gobierno de los Estados Unidos. ¿Por qué este fenómeno intriga y fascina tanto a millones de personas alrededor del mundo? ¿Cómo se convirtieron los ovnis en uno de los enigmas más queridos de los últimos cien años?

¿Por qué nos gusta ver el cielo?

Gracias a millones de años de evolución, el cerebro humano ha sido moldeado con una inadvertida habilidad que es indispensable para la supervivencia: encontrar patrones. Los grandes predadores suelen tener los ojos hacia el frente, siempre hacia sus presas; por el contrario, los herbívoros con frecuencia ubican sus ojos hacia los lados, en alerta sobre cualquier posible peligro.

Sin compararse en forma alguna con los tigres o las águilas, el ser humano sí que desarrolló el poder de la atención. Durante nuestros primeros pasos sobre la Tierra, la capacidad de ubicar patrones con facilidad nos sirvió para distinguir el alimento del riesgo. Sin embargo, esta característica también alimentó nuestra curiosidad y, sobre todo, nuestra imaginación.

Prueba de ello son las constelaciones. Las estrellas que vemos en el cielo están separadas por millones de años luz y pertenecen a regiones distantes del universo. Sobre la bóveda celeste, algunos astros recién nacidos conviven con la luz de estrellas que murieron hace eones. Pero, para un primitivo observador terrícola, no solo todas las estrellas son iguales sino que además fueron dispuestas para que nosotros las conectáramos con la vista y las nombráramos.

El escrutinio del cielo nos permitió anticipar las estaciones, navegar y seguir el camino del Sol en el firmamento, pero también nos ayudó a fabular: las constelaciones eran, al mismo tiempo, un método para ubicarnos en el espacio y una espuela para contar historias. Les atribuimos nombres y rostros.

Ese es el poder de la pareidolia, la capacidad del cerebro humano de encontrar patrones en ambientes gobernados por el azar. El ejemplo por antonomasia son las cejas y los bigotes que pueden dibujar las manecillas del reloj o los rostros que los niños afirman ver en las facias de los automóviles. Otro ejemplo indiscutible: las siluetas que atribuimos a las nubes. No solo podemos ver con facilidad formas y relatos donde solo hay desorden; también nos encanta ejercer ese poder sobre el mundo.

¿Y si hay otros mundos?

Nómadas por naturaleza, los seres humanos siempre han disfrutado de imaginar lo que se encuentra más allá de las fronteras conocidas. Tras la llegada de los europeos a América, las librerías del viejo mundo se llenaron de libros que aseguraban que allende los mares se encontraba una tierra poblada de seres fantásticos. Incluso los relatos de testigos confiables y verídicos eran leídos con un hálito de fantasía.

Uno de los primeros en afirmar que había más mundos como el nuestro allende los mares de estrellas fue Giordano Bruno. Sus ideas sobre los infinitos planetas habitados por personas le valieron la hoguera en 1600, pero también una influencia perdurable en la filosofía y la ciencia.

Y es que a medida que en el planeta quedaban menos y menos lugares inexplorados, el espacio cobró mayor relevancia para la imaginación. Cuando cubrimos toda la tierra, volteamos hacia el cielo.

Un ejemplo insoslayable sería el del científico William Herschel, quien descubrió el planeta Urano y demostró que el Sol no era el centro del universo. Ser el científico más influyente de su época no le impidió tener una imaginación desbordada. Según escribió Asimov en El libro de los sucesos, Herschel vivió convencido de que todos los cuerpos celestes, incluidos la Luna y el mismo Sol estaban habitados.

Los peligros de la ficción

Como relata Tommaso Pincio en Aliens, en el siglo XIX no era infrecuente que la gente, culta o no, diera por sentado que Marte y otros planetas estaban habitados. Aún se ignoraba que Marte era un sitio inhóspito para la vida como la conocemos en la Tierra. Por ello, accidentes como el hallazgo de «canales» sobre la superficie marciana, hecho por el astrónomo italiano Giovanni Schiaparelli, se prestaron para más fabulaciones desbocadas.

Hacia finales del siglo, relatos como los de H.G. Wells imaginaron contactos con extraterrestres y la ciencia ficción de las décadas siguientes crearía cosmogonías enteras alrededor de encuentros con seres de otros mundos.

Esta mitología moderna encontraría un correlato en el mundo real durante el verano de 1947. Un granjero encontró en sus rancho los restos de una extraña colisión en Roswell, Nuevo México. En medio de la Guerra Fría, Estados Unidos se negó a aclarar que se trataba de un globo meteorológico cuya misión era detectar posibles explosiones nucleares, como documentó décadas más tarde el libro UFO: Crash at Roswell.

El incidente fue aprovechado con tino por los medios de comunicación para crear una leyenda que recuperaba elementos de la ciencia ficción que pululaba en las revistas de aquel entonces. A esa imaginación desbordada en las páginas de periódicos solo hizo falta añadir una pizca de la paranoia que gobernaba aquellos tiempos: los aliens («extraterrestres» en inglés, pero también «extranjeros» e «inmigrantes») se llenaron de atributos perversos: era una amenaza, tenían tecnología superior a la conocida, podían raptar a cualquiera.

El lanzamiento del satélite Sputnik y el inicio de la carrera espacial solo ayudó para acrecentar el mito. Según lo cuenta el físico mexicano Shahen Hacyan en su libro Ovnis y viajes interestelares, ¿realidad o ficción?, en 1954 Karl Gustav Jung se interesó en escribir un artículo escéptico sobre ese fenómeno cultural que por entonces ya era conocido como «ovnis».

Fuente: Noticieros Televisa

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